Lo que la medicina le debe a la Primera Guerra Mundial
El soldado raso Ernest Cable, del 2º Batallón del Regimiento Surrey Oriental de las fuerzas británicas, llegó a comienzos de 1915 al Grand Hotel de Wimereux, en la costa francesa, reconvertido en hospital. Tenía diarrea sangrante y calambres estomacales. Los médicos le diagnosticaron disentería. Cable murió unas semanas después. Pero su muerte, esta vez sí que no fue en vano. Un médico militar aisló la bacteria que le mató. Muchas generaciones después, aquel cultivo sigue vivo y ha permitido saber mucho más de una enfermedad que aún mata a millones de personas. Es sólo una parte del legado que la I Guerra Mundial dejó a la medicina.
La historia del soldado Cable forma parte de una serie especial que ha publicado la revista The Lancet sobre la Gran Guerra y lo que supuso para la ciencia médica de entonces y, más importante, una vez que regresó la paz. Un mejor conocimiento y control de las enfermedades infecciosas, una visión moderna de varios trastornos psiquiátricos y una práctica quirúrgica a la hora de amputar más eficaz están entre las victorias de la que iba a ser la última guerra.
Cuando murió Cable, hacía solo 20 años que lo había hecho Louis Pasteur. Los médicos aún se estaban familiarizándose con su gran aportación a la ciencia: el descubrimiento de que los microoganismos y no los espíritus o un mal aire estaban detrás de las enfermedades infecciosas. Uno de esos médicos, el entonces teniente William Broughton-Alcock, hizo algo más que atender a Cable. Aisló la bacteria Shigella flexneri de los tejidos del soldado. Esta muestra fue de las primeras en llegar a la recién creada Colección Nacional de Cultivos Tipo (NCTC por sus siglás en inglés), el primer centro creado en el mundo para estudiar muestras de bacterias y otros patógenos.
Ahora un equipo de investigadores liderados por el Wellcome Trust SangerInstitute ha secuenciado el genoma de la muestra Cable de la S. flexneri. Los investigadores han descubierto por qué esta bacteria, una de las causantes de la disentería, era tan temida.
"Incluso antes de la descripción y la generalización del uso de la penicilina, esta bacteria ya era resistente a ella", dice la doctora Kate Baker, principal autora de esta investigación mitad histórica mitad médica. Habría que esperar aún unos años a que Alexander Fleming inaugurara la era de los antibióticos con el descubrimiento de la bencipenicilina. "Aunque sólo el 2% del genoma de esta primera muestra difiere de las aisladas en la actualidad, los cambios que la Shigella flexneri ha adquirido le permiten evadir los tratamientos antimicriobianos que usamos para combatirla", añade Baker
Esta capacidad de la S. flexneri para adaptarse a un ambiente hostil, descubierta en la muestra Cable, quiere ser aprovechada para desarrollar una vacuna contra una enfermedad que en los países menos desarrollados aún le cuesta la vida a decenas de miles de personas, en su mayoría niños, y que rebrota con cada nueva guerra.
Hay que recordar que aún no había antibióticos, así que muchos de los avances se apoyaron en, a veces, cuestionables experimentos científicos. Shanks ha encontrado documentos que recogen cómo, buscando una antitoxina eficaz contra el tétanos, científicos franceses separaron a 200 prisioneros alemanes heridos en dos grupos. A uno les dieron una vacuna experimental, mientras que al otro grupo les aplicaron sólo medidas antisépticas. Entre los inoculados, sólo uno murió de tétanos. De los demás, 18 murieron de la enfermedad.
A pesar de todo y como escribe Shanks en sus conclusiones: "Lo que los médicos de la I Guerra Mundial fueron capaces de lograr con tan pocos recursos más allá de su capacidad de pensar exige respeto. Para evitar la misma impotencia que ellos sintieron en 1918 ante enfermedades infecciosas intratables, deberíamos prestar atención a la evolución de los organismos resistentes a los medicamentos y la necesidad imperiosa de crear nuevos fármacos antimicrobianos"
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